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Autores de lo cotidiano

Corren buenos tiempos para la palabra “autor”, como marca de lo auténtico y creativo: cine de autor, joyas de autor, cocina de autor, software de autor… Como si hasta ahora, todo hubiera surgido de forma espontánea, sin mediación creativa de nadie. Paralelamente, los creadores, se vuelven temerosos ante las posibilidades que nos brinda la tecnología y se asocian de formas múltiples, para la defensa de sus derechos.

Pero hoy, no quiero hablaros de los grandes y reconocidos autores, sino de aquellos que pasan anónimos por la vida, o se convierten de la noche a la mañana, en autores sin intención creativa, de palabras o frases, que se incorporan rápidamente a nuestro lenguaje habitual, pasan a nuestra memoria colectiva y hacen ingresar al comercio fuertes cifras de dinero, cuando algún experto en marketing las toma para sí. Cada vez más, se emprende la carrera para ver quién explota antes una idea y la convierte en marca comercial o en un dominio en Internet. Sin embargo, son autores no defendidos por la SGAE.

¿Te has preguntado alguna vez quién es el autor de las palabras? ¿En qué momento tomaron cuerpo y son entendidas y aceptadas por la comunidad? Inventores de palabras ha habido muchos en la historia, aunque destaca especialmente Ramón Gómez de la Serna, por la creación de verbos. Pero en terrenos más de andar por casa, ¿sabes quién inventó las palabras “bocata” o “pinganillo”?.  Aquel que nos hace reír a diario con sus viñetas y su Forgespedia.

Son autores de lo cotidiano, aunque, casi siempre autores involuntarios. Paco Lobatón, no sabía cuando hacía el famoso programa de televisión “Quién sabe dónde”, que su apellido se iba a convertir en sinónimo de “buscador”.

Nada sospechaba el presidente del Gobierno, cuando le preguntaron por el precio de un café, que iba a dar lugar a una oferta con su nombre. No hay que aclarar que el Café Zp, es un café que vale 80 céntimos. El Restaurante Gasset 75 de Madrid, en una inteligente labor de marketing, trasladó la fórmula de las rebajas del 20, 40 y hasta el 50% en muchos de los platos de su carta, aunque el descuento más llamativo  fue el del  mencionado café.

Y el Rey, ¿sabía aquel día, frente al presidente venezolano, que cuando se le escapó el ya famoso “¿Por qué no te callas?”, estaba creando un eslogan comercial que ha utilizado Mediamark, un politono que se han descargado miles de personas, y una leyenda en camisetas y tazas?. La hostelería no pierde ocasión y también ha utilizado la famosa frase para darle nombre a una tapa del bar sevillano En C’ar Conde, que ya tiene tradición de usar nombres de la Familia Real para sus tapas: Leticia, Pablo Nicolás, Princesa Leonor. La tapa alusiva al conflicto diplomático, intenta simular la bandera española, mediante un revuelto de «dos huevos españoles» con zurrapa de ibérico, tapado por dos trozos de queso y dos trozos de morcón.  A decir de la BBC, la frase ha generado unos beneficios en torno a los 1’5 millones de euros.

Detrás de estas autorías involuntarias y los usos que desencadenan, hay bromas, homenajes y un sentido de la oportunidad aplicados con más o menos humor. Aunque poca gracia le hizo al Juez Garzón, cuando vio que había un grupo musical con su nombre, que se publicita en la página web www.superjuez.com. Por ello envió un burofax al grupo instándole a que cambiara el nombre de la página y suprimiera sus fotos. El grupo manifestó que su objetivo era “homenajear al juez más grande de España” y dado que los tiempos cambian, mirando hacia el futuro, desde el 21 de julio de 2006, comenzaron a llamarse Grande-Marlaska.

Debería ser rápida la SGAE en fichar a estos creadores que tantos ingresos están ocasionando. Tal vez de ese modo salga del anonimato el autor de la archifamosa “niña de Rajoy”, que tiene baberos y camisetas en el mercado, con el famoso texto «yo quiero que la niña que nace en España tenga una familia y una vivienda y unos padres con trabajo». En honor a la verdad, es quizás la frase que ha generado más «obras derivadas» tanto en imágenes, como vídeos; tanto, tanto que es difícil encontrar la frase original en determinadas fuentes.

En caso de que la SGAE aplicara un canon a la frase, no sabemos si lo cobraría el partido, el asesor que lo propuso o ¿quizás debería cobrarlo Barack Obama? ¿O tal vez aquel famoso ventrílocuo?.

Mientras lo descubre la Historia, os dejo con este otro famoso inventor de palabras que pasaba largos ratos en el famoso Café de La Colmena.


Un diccionario de locura

Entre todas las fuentes de información, quizás la más popular sea el diccionario. Los diccionarios están vinculados a nosotros desde que nos iniciamos en el aprendizaje de la  lengua. Después nos van acompañando en el descubrimiento del conocimiento, de la cultura y de la vida. A través de las palabras, se convierten en cómplices en la adolescencia, los primeros que se leen nunca se olvidan. Y nos acompañan en nuestros viajes, para entender a los otros, adaptándose a nuestra maleta con el formato  de bolsillo. Cada país o cada lengua ha generado su “diccionario nacional” elaborado durante años, gracias al esfuerzo de cientos de personas que han contribuido a lo largo de su vida a recopilar las palabras de nuestra cultura. La historia del Oxford Dictionary es ejemplo de ese paciente trabajo, que se desarrolló entre 1857 y 1928, aunque con algunos ingredientes dignos de una novela policíaca.

El diccionario, fue concebido en Londres como un proyecto de la Sociedad Filológica, que intuía que la lengua inglesa podía convertirse en el nexo de unión de un Imperio en expansión. El resultado de esas inquietudes fue un proyecto lexicográfico decisivo para el desarrollo posterior de una lengua que acabará por convertirse en el idioma de todo el planeta. En junio de 1857 se fundó el «Comité de las palabras no registradas», y se sugirió que era imprescindible un nuevo diccionario que se basara en las contribuciones de un gran número de lectores voluntarios, que leyeran libros, copiaran los pasajes que ilustraban los distintos usos reales de las palabras, y las enviaran al editor.

Tras varios editores, el proyecto cae en las manos del lexicógrafo James Murray. Al mismo tiempo, la Sociedad negociaba con Oxford University Press, la edición de la obra monumental. Murray erigió un edificio de hierro forrado de pino llamado “Scriptorium”, con 1029 casillas y muchas estanterías, para poder trabajar con sus colaboradores. Hizo una nueva petición de lectores, que fue publicitada en periódicos y distribuida en librerías y bibliotecas. Sus colaboradores fueron tantos y la dirección de Murray era tan conocida en las oficinas postales inglesas, que si alguien quería enviarle alguna definición para su diccionario, bastaba con escribir en el sobre «Mr. Murray, Oxford». Así, entró en contacto con William Chester Minor, con el mantuvo una larga correspondencia durante veinte años.

Con objeto de felicitarle por su importante contribución a lo largo de varios años, Murray invitó a Minor a cenar en Oxford, pero éste no acudió. Murray decidió entonces, hacerle una visita, en la que descubrió que su leal colaborador, vivía en Broadmoor, la célebre prisión para enfermos mentales con historial delictivo donde había sido confinado de por vida, tras asesinar a un hombre.

Minor, de origen americano, había nacido en Ceilán en 1834. Conocedor de idiomas como el singalés, el tamil, el birmano y el hindi, se doctoró en medicina. Después de participar como médico en la Guerra de Secesión, dicen sus biógrafos que enloqueció al presenciar la masacre que provocó la Batalla de Wilderness. Tras haber estado internado en un manicomio, fue dado de baja del Ejército y se trasladó a Londres.  Una mañana, en uno de sus delirios, se sintió amenazado y mató a un obrero, padre de siete hijos. Cuentan que Minor se reconcilió por carta con la viuda de su víctima. Al cabo de un tiempo, ella fue a visitarlo a la mencionada prisión, lo perdonó y le consiguió libros.

Con los libros de su colección particular, cuyo traslado a Inglaterra procuró el consulado de Estados Unidos, y las obras que familiares y amigos le hacían llegar de Londres, Boston y Nueva York, el doctor convirtió la celda de Broadmoor en una extraordinaria biblioteca que le ayudó en su investigación lexicográfica.

Terminada su frenética correspondencia con Murray, Minor entró en una profunda crisis castrándose con un cuchillo en su habitación. Murray pidió al ministro del interior, Winston Churchill, que firmara la libertad de Minor para que pudiera volver a los Estados Unidos. Churchill lo hizo, en 1910, y Minor murió de neumonía en Connecticut, la tierra de su familia, diez años después.

Su vida quedó reflejada en la novela El profesor y el loco” y parece que va camino de ser película, aunque no cabe duda que su mejor legado es el Diccionario.